Homenaje póstumo al Coronel Aureliano Buendía
Al fin murió el Coronel Aureliano Buendía. Lamentablemente es la segunda vez que lo leo morir. Y aunque no me cabe duda de que su muerte ya se ha precipitado un número incontable de ocasiones, sospecho de los acontecimientos que siempre han precedido su partida. El día que murió por primera vez, me encontraba en un estado urgente, asediado por la paradójica soledad de la atención psiquiátrica. En una de aquellas tardes, un incorregible amigo me llevó Cien años de soledad como paliativo para mis quebrantos nocturnos. Hoy me aturde su buen juicio, porque el viejo Aureliano Buendía, en aquel arribo tan intempestivo a mi vida, trajo consigo una revelación entristecida pero oportuna, en algunos hombres la soledad es un instinto inconmovible. Mi espíritu luctuoso pronto se vio enredado por la escuálida humanidad del Coronel. Abandoné mi propio olvido y me concentré en el suyo, en la clarividencia de sus arrebatos, en su rústica comprensión de lo moral, pero sobre todo, en su enigmática relación con la soledad. El germen de una personalidad huraña, que llevaba regando desde mis años adolescentes, nunca antes había encontrado un ídolo tan modesto en su origen y ahora se complacía con lo que parecía un hallazgo fortuito.
Muchos años después, ya no frente al pelotón de fusilamiento, Aureliano volvió a cruzarse con mi desgracia. En el ejercicio pródigo de mi profesión fui condenado a exiliarme en Macondo. Porque, hay que decir que este nombre escueto no se restringe al poblado crudo y mágico que creció y sucumbió ante la imaginación de García Márquez, por el contrario, es una poderosa alegoría que encarna a casi todos los pueblos del litoral colombiano. Allá, en medio de las casas de bahareque entechadas con palma seca y devoradas por el polvo salitroso del Caribe, estaba yo. Cumpliendo con mi deber despótico, fui un mediocre delegado ya no de la compañía bananera sino de la petrolera. Allí, tan rodeado de extraños y tan extrañado de mí mismo, me encontraba en el lugar más solo de toda la tierra; era un canciller del olvido. Mariposas amarillas retozaban jubilosas ante el calor impávido del medio día, y en la tarde, un nubarrón de libélulas arrullaba las puestas de sol más extraordinarias que había contemplado en la vida. Quizás por ello, por la antiquísima verdad de que ninguna dicha es completa, o porque el tiempo retorna en redondo, o porque Remedios la Bella sin haberlo entendido nunca lo supo siempre, la maldición que se postra sobre la hermosura es la soledad.
Contaba entonces que para soportar la austeridad del destierro decidí buscar alivio en la milagrosa vida de Aureliano Buendía. Pues aquello que me sentenció a la trashumancia de mi oficio no habría de ser distinto de lo que impulsó al Coronel a emprender sus treinta y dos guerras perdidas. No se trataba de una consecuencia de sus motivos sino simplemente de su naturaleza absorta. Al fin y al cabo, este tipo nunca fue un liberal convencido, lo fue por azar, por obligación, por su método primitivo para distinguir lo acertado de lo equivocado. Bien pudo ser conservador, gitano, juglar vallenato o déspota –como en efecto lo fue– y la condena de su muerte en soledad no hubiese sido diferente. Entendí que la lejanía lo condujo rápidamente a una incomprensión de los sentimientos, zanjó su predestinada incapacidad para la ternura y lo hizo esquivo como un animal de monte. Sin embargo, para sorpresa del mundo, su marcha irrevocable hacia esa lejanía ocurrió de manera voluntaria, sin resistencias ni reparos. Satisfecho, el Coronel, vivió para estar solo y así libertarse a sí mismo del yugo de los afectos perenes, del amor y del odio. El Coronel, después de haber declarado la guerra a medio mundo, hizo del desapego una parábola redentora, en una búsqueda angustiosa por su propia paz.